sábado, 23 de junio de 2012

TRAS LA HUELLA DEL LIBERTADOR


24 junio 
Aquiles R. Silva P.

 24 junio

24 de Junio de 1821:
 BATALLA DE CARABOBO:
“CARABOBO…UNA CONCEPCION ESTRATEGICA DONDE  CONVERGIERON LAS TROPAS PARA CORTAR Y ENVOLVER AL ENEMIGO MEDIANTE UNA TÁCTICA SUBLIME APLICADA EN EL PROPIO CAMPO DE BATALLA….” (126)

“Los hombres del ínclito  pretérito han dejado huella imprescriptibles en rutas propicias para que la Patria pueda levantar el vuelo…Es deseo de la Presidencia de la República Bolivariana que el calor de las páginas históricas de nuestros patriotas inspiren a nuestra juventud el coraje que fortalezca su fe en el amor y la sabiduría, latentes en el fondo de nuestros acontecimientos históricos” (126)

A Carabobo llegó un camino lleno de deseos libertarios, y en él se conjugaron tres siglos…de horrendas pesadillas que arroparon a nuestra PATRIA y al continente americano.
La batalla de Carabobo, como dice Arturo Uslar  Pietri “no comenzó con el primer disparo de ese día, sino once años antes con el fino y corto resonar de la campanilla del Cabildo de Caracas un 19 de Abril. Ese día, los hombres que podían ejercer con mejor y más inobjetable titulo la representación de Venezuela, la separación para siempre del imperio español y de toda la independencia política extranjera…”
Hubo de venir diez años de guerra hasta el día de Carabobo. Una década de sufrimiento, de sacrificios, de lucha sin tregua, de duro martillar de la historia sobre el metal de la nacionalidad. En esos largos años de creadora agonía toda la tierra resonó del eco de la lucha y de todos los que se pudieron llamar venezolanos tuvieron que tomar parte de ella... Se combatió sin descanso desde la Punta de Guiria hasta el río Táchira, desde las costas de Coro hasta la ribera del Carona, desde los páramos andinos hasta las llanuras de Apure. Ya los representantes no fueron sólo los señores de casaca que vio el pintor Juan Lovera en la Capilla de Santa Rosa, sino los peones, los esclavos, los zambos, el, el señor de la hacienda y casa de teja y “el pobre en su choza”…Esos diez años de combates y marchas son como un reconocimiento del territorio y del ser nacional. En las noches de los campamentos Venezuela empezaba a conocerse así misma. Los jinetes de Apure oían el tambor de los negros de Curie pe, polos, gaitas, corridos, galerones, joropos hacían viva la geografía y su gente. Los modos de hablar y los acentos enseñaban tanto de la diversidad de un lado y que pertenecían a una causa.
Fue una larga y dura escuela de venezolanidad. Desde los combates de Valencia y Coro, desde el Marqués del Toro hasta Monteverde. Y luego el largo trecho de la guerra a muerte y de Boves. Y más tarde Angostura, la campaña de los Llanos y aquella lección de climas y de heroísmo que fue Boyacá. Y la presencia de aquellos hombres que los mandaban: Ribas, Mariño, Monagas, Arismendi, el catire Páez con su cuello de toro y su ojos de caimán; Anzoátegui, que parecía un maestro de escuela, y Urdaneta que entraba a los combates como a una solemnidad. Y sobre todos ellos,  el hombrecito aquel, el caraqueño flaco y bigotudo, de laga cabellera, el “tío por supuesto”,  con su  voz gritona i su impaciencia sin tregua, que ya no era para ello ni el General, ni Bolívar, sino el Libertador, una leyenda viviente más que un hombre…” (126)
 Un “Ídolo” de carne y hueso, tan igual a ellos, y los demás  que con su mando, con su voz  militar, con su pensamiento de estadista, y con su corazón de amor al pueblo fue dejando a través del camino de su vida, la verdadera huella de la libertad, de la democracia social, y el hacer de aquel pueblo guerrero,  un una masa popular con el avance concienzudo hacia los siglos por venir…
Ahí está él,  en la hermosa sabana de Taguanes, en día 23, pasando revista a sus soldados. Ahí está Bolívar, y como dice Eduardo Blanco, en su “Venezuela Heroica”:
“1813 sirvió allí eficazmente a 1821. La historia es un libro prodigioso; un arsenal inagotable donde todo se encuentra; armas para el combate, escudos para la defensa; ella ejercerá sobre el presente la formidable cocción de todos los prestigios del pasado. Evocar un recuerdo oportuno de ese inmenso cerebro de la humanidad, es producir una luz que irradia claridades, una chispa de fuego que aplicada a nuestra pasiones, la inflama y produce el incendio. Bolívar en las llanuras de Taguanes, abrió aquel libro y mostró a sus soldados las páginas en que se consignaban nuestras glorias y nuestros infortunios; la chispa del  entusiasmo se produjo, brilló en todos los ojos, incendió todos los corazones, y el feliz augurio de una victoria en perspectiva, pronosticó por todos estimado infalible, fue  la mayor de las ventajas que sobre sus contrarios pudo llevar a la batalla. Bolívar hizo de pié en los “Taguanes” para escalar a “Carabobo”; una victoria servía a la otra de escabel.
Aquella gran revista la víspera de la feliz jornada, era como el desperezarse  el león para cobrar sus fuerzas y estar dispuesto a acometer… “(127)
En esta fecha, en horas de la mañana, Bolívar se encuentra a un lado de la sabana de Carabobo. En el sitio de Buena Vista,  aquel hombre con un futuro cierto,  refleja en su rostro la sonrisa del triunfo. Sube al techo de un humilde rancho campesino y mira a la distancia la sabana abierta y al ejército español comandado por el General Miguel La Torre en orden de combate. Desde lejos, 5.000 hombres seleccionados y dispuestos en una posición escogida, parecen soldados de juguetes. Los batallones en cuadro con sus banderas desplegadas, los escuadrones de la caballería y de la artillería, formaban islas oscuras y compactas sobre el suelo claro de la sabana.
Bolívar, como un buen estratega de guerra, comprende que La Torre ha preparado todo para esperar por él por el viejo camino real, que es la única salida abierta de acceso hacia aquellas posiciones y nota con sorpresa que el enemigo ha descuidado cubrir el flanco derecho, acaso porque lo cree suficientemente protegido  por  lo accidentado del terreno y la falta de vías.
Es por allí, por donde el Libertador decide entrar. Ordena a Páez,  con su división, tomar la cuesta empinada de los montes, para flanquear  más rápido al ejército español, y así sorprenderlo por la espalda, mientras el General Plaza, con su división, amenaza por el frente. Esta es la única  maniobra que le da el triunfo de Carabobo. Lo demás es un largo y tenso día de combate. Todo aquello es asombroso: Los batallones que se destrozan entre sí, y quedan ocultos debajo del humo de los disparos; los caballos sin jinetes que huyen  despavoridos por los gamelotes, el resonar bronco del galope de los pelotones de caballería sobre el suelo reseco, y el gritar y aullar de la furia desatada en infinitos choques.
La tarde se va acercando y el día torna a desaparecer. El ejército de La Torre esta revuelto y en desorden. El ejército español inicia el repliegue y la retirada. Los Generales Plaza y Cedeño caen mortalmente heridos, sus hombres desesperados desbaratan los cuadros de los últimos batallones. Un soldado español sostiene la cabeza del General Plaza agonizante hasta la llegada de Bolívar que lo ve morir. Páez, sacudido por convulsiones, su enfermedad de siempre, cae de su caballo y como pudo regresa hacia la cuesta donde Bolívar está dirigiendo el combate. Páez  que ha sobrevivido las duras cargas y el ascenso a la empinada cuesta, ha visto caer a su lado centenares de hombres, ha visto como el Batallón Británico disparando de rodilla en tierra, ha ido ganando terreno. Tienes apenas 30 años y el desgarrado uniforme lo deja asomar el ancho pecho de luchador. Toma con fuerza a su caballo resoplante y cubierto de espuma. El Libertador en nombre de la República, que ha terminado de nacer, lo hace General en Jefe. Lo que queda es la retirada estoica del batallón Valencey. Un grupo de soldados españoles que se niegan a rendirse y que, en cuadro combatiendo por varias horas, decide retirarse bajo la pertinaz lluvia que comienza a caer.
Por la noche lo quedaba de las fuerzas española había tomado el camino hacia Puerto Cabello, y Bolívar entraba a Valencia.
En aquella sabana de Carabobo, quedó el silencio de la noche…y entre el correr de las aguas lluviosas, se veía a cada instante el hilo rojo de las sangres de hombres que lucharon, cada quien por su causa. Pero, más allá estaban como estrellas brillantes, los cuerpos de Heras,  Cedeño,  Plaza y el Negro Primero, y  apenas un  grupo de 200 soldados  entre muertos y heridos…” (06)

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